martes, 15 de junio de 2010

Artículo del dramaturgo urugüayo Ricardo Prieto



Hace muchos años, cuando era alumno de la Escuela de Arte Dramático del Taller de Teatro de Montevideo, mientras varios compañeros realizaban una improvisación, el profesor me pidió que entrara al escenario transportando una caja. La ausencia de pautas previas permitió que los otros alumnos y yo actuáramos con libertad, dejándonos llevar por los impulsos que desencadenaba la acción. Recuerdo que asumí el papel de un padre que regresaba a su hogar después del trabajo. Cuando mi mujer y mis hijos de ficción me preguntaron qué contenía la caja respondí que no sabía. Tampoco les permití que la abrieran. Pocos segundos después se produjo una reyerta por su posesión. De pronto, enfurecidos, me la arrebataron y descubrieron que estaba vacía.

A pesar de que han pasado más de cuarenta años recuerdo con asombrosa nitidez el contenido de mi conciencia en aquel instante. Por primera vez en mi corta experiencia escénica sentí el incomparable poder de la angustia que salía de mí mismo y se acrecentaba a través del diálogo. Pero aquella angustia depositada en el inconsciente era diferente de la que había experimentado hasta ese momento, pues se nutría, más que de la propia y limitada memoria emotiva, de la vasta memoria de la especie. Sin darme cuenta, y gracias al talento de aquel notable profesor de arte escénico que se llamaba Pablo de Béjar, acababa de ponerme en contacto con una de las vertientes de la creación dramática.

Ved de cuán poco valor...

"Oye el grito del que nace y mira la agonía del que muere y dime si quien empieza y acaba de ese modo, está hecho para la alegría y para el goce", exclama Kierkegaard. La brevedad de nuestras vidas, sometidas a temibles fuerzas que nos crean pero también nos destruyen, y el saber que moriremos sin haber comprendido casi nada, encubre el presentimiento, que nos empeñamos en sepultar, de que somos prescindibles e ignorantes y de que para la potencia energética del universo pesamos menos que una hoja al viento. Pero la poderosa necesidad de vivir a pesar de todo parece indicar que, aunque sólo sea de manera difusa, confiamos en las fuerzas universales. "Este camino me conducirá a la lucha pero no me apartaré. No me pesa lo pasado, pues ¿de qué sirve quejarse? Con todas mis energías iré al encuentro del futuro sin perder tiempo en lamentos, como el hombre que hundido en una ciénaga se ocupara primero en calcular su profundidad y no considerara que mientras así malgasta el tiempo, más y más se sumerge. Quiero correr por la ruta elegida, gritando a los que me salgan al paso que no se vuelvan para mirar atrás como la mujer de Lot, y que recuerden en cambio que estamos ascendiendo por una pendiente", añade el filósofo y teólogo danés en su "Diario íntimo".

Vivimos en medio del dolor, y nos domina la conciencia más o menos subliminal de que no podemos escapar de él. Por eso debemos conferirle a la angustia la jerarquía que posee. También es necesario que la asumamos, y que nos proyectemos en vida y obra desde su Poder. "La verdadera vida se halla ausente. Nosotros no estamos en el mundo". Estos melancólicos versos de Rimbaud nos anuncian quizá que la fatuidad del mundo visible encubre un trasfondo que deberíamos tratar de descubrir.

Angustia y literatura dramática

A pesar de que tiene la ventaja de crear, el dramaturgo, al igual que cualquier ser humano, sabe que está perdido, que no ganará la batalla y que será víctima de las terribles fuerzas que desintegran y aniquilan todo lo que existe.

Algunos autores teatrales escriben por dinero o por vanidad, porque quieren descargar intuiciones o pesadumbres o porque anhelan reconocimiento y aplausos. En otros casos, parecería que la escritura nace de la necesidad de huir del propio yo insignificante, o de aventar la certeza de que la vida es absurda, fugaz y aparentemente inútil.

Por suerte, también hay autores que escriben para plasmar el orden trascendente que han intuido. No es casual que Tennessee Williams afirme en sus "Memorias" que "en la vida alcanzamos a vislumbrar a veces destellos de algo que se encuentra más allá de la carne y su mortalidad". Después de todo, "lo visible es sólo una parte de lo real", como ha dicho Paul Klee.

Cuando crea una obra teatral el autor aspira de manera inconsciente a perpetuarse. Se intercambia con el objeto que la escritura produce porque quisiera durar tanto como él. El secreto afán de inmortalidad impulsa su creación, a pesar de que en pocos campos como en el de la escritura para el teatro es tan patente la inutilidad del esfuerzo. Muy pocas obras han logrado perdurar, y gran parte del esfuerzo creativo de los dramaturgos de todos los tiempos sucumbió de manera penosa porque no rescataba la plenitud de la existencia, que incluye asombro, amor, pasión, reflexión filosófica, anhelo metafísico, violencia y afán de poder pero también angustia e impotencia. Aunque nos empeñemos en disfrazarla o soslayarla la angustia siempre está ahí, oculta en la maraña de conflictos que son nuestras vidas y poniéndole límites a nuestro ego envanecido: es suficiente la aparición de cualquier descompensación física para que el ser humano más arrogante se convierta en un gusano lleno de pánico. ¿Acaso no es cualquiera de nosotros un niño envalentonado por la edad, como ha dicho Simone de Beauvoir?

Sin embargo, es muy revelador que las obras que han sobrevivido al naufragio reflejen situaciones, personajes y pensamientos vinculados al instinto de muerte. Desde "La Orestíada " de Esquilo hasta "Historia del zoo" de Albee, ira y desolación, impotencia y enfrentamiento, soberbia y caída, vacío existencial y soledad han sido el hilo conductor de la gran escritura para el teatro. La obra impar de Shakespeare nos ilustra sobre la importancia que tiene la angustia como generadora de situaciones dramáticas, y nos recuerda que, quizá, no hay pausa para el odio, la violencia y la desolación que nos dominan. El dolor está metido en el texto teatral como el carozo en el fruto. A diferencia de la narrativa, que también elabora progresiones dramáticas y diseña personajes pero se apoya en recursos descriptivos que suelen sepultar las emociones primarias, la dramaturgia sólo puede culminar en el plano de la angustia extrema.

Angustia radical

"Estamos crucificados", dice Teilhard de Chardin, y "cuanto más refinada y complicada se hace la Humanidad, tanto más se multiplican y agravan las ocasiones de desorden; porque no se domina una montaña sin sondear los abismos y toda energía tiene la misma potencia para el bien o para el mal". En medio del cruce de esa energía vivimos, y por eso sufrimos y no podemos sustraernos del dolor. Existe una angustia que ha sustentado las obras literarias del existencialismo ateo, por ejemplo, o las del teatro del absurdo y de la ira, o la dramaturgia de Brecht, Miller, Dürrenmatt o Müller. Mirados en perspectiva, los textos que nacen de esa angustia que podríamos denominar intelectual, nos parecen endebles y sometidos al flujo del pensamiento circunstancial, epidérmico y filosóficamente sofisticado que ni siquiera roza lo esencial. Son textos retóricas, y en ellos el concepto y el afán demostrativo o la presunción cartesiana ahogan las emociones, la furia y las intuiciones que provienen de la mente colectiva. No hay ningún presentimiento de lo trascendente en esas obras, ningún atisbo de la trama oculta que ordena nuestras vidas. Apoyadas en la razón, son demasiado conceptuales y expositivas aunque parezcan desmesuradas e intenten recrear la condición agónica de la existencia. Piénsese en "Las moscas" o en "A puerta cerrada" de Sartre; en "La muerte de un viajante" de Arthur Miller o en "Rencor hacia el pasado", de John Osborne; en "Calígula" de Albert Camus, o en "Cuarteto" de Heiner Müller. Egocéntricas y autoabastecidas, estas piezas no anuncian el orden de otro mundo ni reflejan cabalmente la complejidad de nuestra existencia, que también está ligada a un cosmos no humano. En la antípoda, encontramos la dramaturgia de Esquilo, Shakespeare, Chéjov, Ingmar Bergman, Ionesco, Edward Albee, Beckett o T. Williams, que se nutre de lo que los teólogos holandeses denominan angustia radical (radical angst), opuesta a la intelectual porque proviene del núcleo oscuro de la existencia y nos sume en la gefangenis (prisión), solitario recodo del vacío donde nadie podría formular teorías, crear sistemas o resguardarse en los silogismos del mundo mental superficial. No hay utopía, consuelo o esperanza que logren neutralizar la angustia radical, y sólo drogándonos o muriendo podríamos huir de ella.

Con esa angustia se sustenta la dramaturgia, de ella extraen grandes autores como Chéjov hasta sus imágenes luminosas. Porque el deseo de trascenderse a sí mismos que domina a casi todos sus personajes es consecuencia de la desesperación. Sumergidos en la angustia radical, intentan sin embargo transmutarla, y aunque son víctimas de la futilidad y el vacío, presienten que el poder de un más acá sin Dios que lo pide todo para sí, debe oponerse al de un más allá que nos ha sido revelado desde siempre.

La angustia radical no está ligada a la historia de la persona ni a su carácter ni a su ámbito, y se apoya en la percepción de la trágica inserción de la especie humana en el universo. Cuando es radical, la angustia que genera la escritura para el teatro potencia la acción dramática y le confiere la fuerza unificadora que nos vincula al orden cósmico, nos enfrenta a nosotros mismos con relación a la totalidad y, quizás por ese motivo, nos redime.

Ricardo Prieto

Publicado en la Revista de teatrología, técnicas y reflexión sobre la práctica teatral iberoamericana editada por el CELCIT- Número 26/2004.

Tomado de http://letras-uruguay.espaciolatino.com/prieto_ricardo/dramaturgia_y_angustia.htm el 9 de mayo del 2010.

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